Pocas personas han dejado de escuchar
alguna vez el nombre de Ramsés, faraón que vivió durante el siglo XIII antes de
Cristo: fue un gran guerrero que logró rechazar una invasión del pueblo hitita.
Pero no fue por esta razón que ha logrado ser conocido entre nosotros. Su
fama se la debe al descubrimiento de sus restos, en 1881.
No hay quien no haya
contemplado alguna vez en fotografía la momia de Ramsés, cuya cabeza se ha
conservado perfectamente, con todo y sus cabellos rojizos; y su pésima
dentadura ha venido a demostrar que debió sufrir en vida muy malos ratos. Su
hijo, en cambio, hubiera pasado desapercibido de no haber ordenado quemar en
cierta ocasión un libro que consideraba altamente peligroso.
Se llamaba Khaunas y tuvo ocasión de conocer
una obra misteriosa, escrita por un personaje legendario acerca de cuya
existencia muy poco logró averiguar. Contenía el libro terribles secretos. Su
lectura concedía poderes sobre las cosas de la tierra, del cielo y del mar,
revelaba una receta para resucitar a los difuntos y para dar órdenes a las
personas, por lejos que se encontrasen. Quien leyera este libro sabría mirar al
sol cara a cara, así como comprender el lenguaje de los animales.
¿Qué clase de libro era aquél que
ordenó el faraón Khaunas tirar al fuego? ¿Un texto científico que no supo
descifrar y por esta razón, igual que ha sucedido cada vez que un hombre
ignorante se ha encontrado con algo superior a su entendimiento, le resultó más
sencillo suprimirlo? ¿Existió en realidad aquella obra maldita o quiso inventar
el episodio un cronista de la época, para rendir homenaje al buen juicio del
soberano o para burlarse de las generaciones venideras?
Hay Pruebas De Que El Libro Existió
Por fortuna, de vez en cuando se
realizan en Egipto hallazgos que vienen a aclarar en parte algunos puntos
oscuros de la historia. Unos arqueólogos encontraron en 1828 una estela de
piedra del siglo IV anterior a nuestra era, cuya traducción informaba sobre el
texto mencionado y aludía además a otras propiedades del mismo y al nombre del
autor. Coincidía con el que dio el temeroso faraón: el divino Toth, a quien los
antiguos egipcios representaban con cabeza de ibis, el ave sagrada del Nilo, a
causa de su enorme sabiduría. ¿Y quién fue ese personaje llamado Toth?
Toth se presentó en Egipto procedente
de un país situado más allá de donde se oculta el sol. Es decir, que vino del
oeste, igual que otros dioses del firmamento egipcio. Su nombre recuerda de
manera sospechosa al God anglosajón y al Gott germánico, pero de acuerdo con
algunos estudiosos del tema tiene un origen atlante: Toth deriva de Tehutli.
¿Cuál era entonces el origen de ese Toth de quien se expresaban con tanto temor
y respeto los egipcios?
¿Arribó de la Atlántida antes de ser
borrado del mapa el legendario continente hundido en el océano en el corto
plazo de una noche y un día? ¿De la lejana Hiperbórea acaso, llamada Tierra de
Thule en las tradiciones escandinavas, que pudo estar entre Groenlandia e
Islandia y que algunos autores identifican con la Gran Bretaña? ¿De las vecinas
tierras del Sahara, antes de ser devoradas por las arenas del desierto? ¿O de
un planeta ajeno al nuestro, según es opinión de quienes se han dedicado al
estudio de los ovnis?
Debía Poseer Un Oculto Significado
Cuando Toth pretendía enseñar, por
medio de su libro, a mirar el sol cara a cara, sin temor a dejar ciego a nadie,
¿qué deseaba decir? Posiblemente encerraba el texto un simbolismo difícil de
aclarar: ¿que no se debe temer a la verdad y que es preciso enfrentarse a la
realidad sin miedo a las consecuencias? Pero también pudo aludir el sabio a un
instrumento que serviría para contemplar el Sol, los planetas y las luminosas
estrellas, de cuya observación resultaría el cálculo de las fechas en que se
producirían los eclipses. Y quién sabe si el tratado en cuestión contenía
también secretos de medicina y de alquimia.Cuando el faraón Khaunas ordenó la
destrucción del libro de Toth -del cual, afortunadamente, lograron salvarse
algunos fragmentos-, había pasado otrora su país por lo mejores tiempos.
Encontrábase Egipto en decadencia
desde hacía un buen número de siglos. Muchos documentos del pasado habían sido
destruidos, porque no eran comprendidos, igual que sucedería durante la Edad
Media en Europa, cuando fueron quemados valiosos testimonios de la antigüedad.
Por fortuna, en el caso de Egipto
llegaron un día los griegos a Egipto y quedaron tan admirados ante lo que
vieron y ante lo que adivinaron, que se apropiaron de muchas cosas. Entre
ellas, la figura del dios Toth.
Le cambiaron el nombre y lo
convirtieron en Hermes Trismegisto, tres veces grande, supuesto fundador de la
alquimia además de auténtico sabio, al decir de los filósofos esoteristas. Pero
no fue Toth el único ser excepcional que, habiendo llegado del oeste, pasó su
nombre a poder de los griegos.
Entre los dioses egipcios que los
griegos harían suyos estaba Imhotep, quien realizó grandes cosas en Egipto.
Además de ser el arquitecto de las primeras pirámides egipcias conocidas, que
eran escalonadas y las levantó en la zona de Saqqarah, fue un médico genial.
Poseía una técnica inigualable para realizar todo género de intervenciones
quirúrgicas. Entre las más complicadas estaban la trepanación y las operaciones
del corazón. Y existen testimonios que lo prueban.
Un documento escrito en lengua copta
hallado hace unos años en la ciudad de Alejandría -los coptos eran cristianos
de Egipto que decían descender de los antiguos habitantes del país-, que
afirmaba ser copia de otro muy anterior, informaba acerca de cierta operación
realizada con éxito notorio en tiempos de Djoser, faraón de la III Dinastía,
que reinaba en Egipto en tiempos del famoso sabio Imhotep.
El papiro describía la operación en
detalle: un oficial de la guardia recibió un lanzazo en el corazón, pero
Imhotep, utilizando una técnica sorprendente, realizaría un trasplante de la
víscera que devolvería la vida al militar.
Esculapio Y El Origen De La Vida
Debió saber tanto este Imhotep que,
con justa razón, sus contemporáneos lo considerarían poco menos que un dios. A
partir de su muerte era lógico que sus proezas crecieran de tamaño. Los griegos
se fijaron en su persona y tomaron a Imhotep como modelo para crear a
Esculapio, dios de la medicina. Y para hacerlo más suyo le dieron a Apolo, el
rubicundo dios solar, de padre.
El símbolo creado por Esculapio había
pertenecido a Mercurio, pero en sus manos se convertiría en el símbolo de la
profesión médica. Dice la leyenda que Esculapio encontró un día en su camino a
dos serpientes que luchaban furiosamente entre sí. Interpuso entre los dos
reptiles su bastón y ambos se enroscaron al mismo hasta quedar inmóviles.
Así se formó el caduceo, que ha sido
adoptado por todos los médicos del mundo occidental como su símbolo. Quienes se
dedican al noble oficio de curar suelen pegar en el cristal de su automóvil una
calcomanía con figura de bastón con dos serpientes enrolladas sin detenerse a
pensar que su origen es completamente absurdo. Ninguno ha caído en la cuenta de
que este caduceo posee una asombrosa semejanza con la molécula en espiral del
ácido desoxirribonucleico, más conocido como ADN, elemento primordial de la
vida que rige la herencia biológica y cuya estructura es conocida desde hace
unos pocos años nada más.
¿Se trata de una simple coincidencia
el hecho de que el caduceo y la estructura de la molécula de ADN, tal como
aparece en los tratados de biología, sean casi iguales? ¿Significa, por el
contrario, que Imhotep sabía sobre medicina mucho más de lo que se suponía?
¿Acaso en la historia anterior a la conocida existió una ciencia avanzadísima que
se perdió a causa de una catástrofe de proporciones gigantescas o a falta de
hombres capacitados para perpetuar sus secretos?
Pero, regresando con Toth, bueno será
saber que, además de la escritura que enseñó a los egipcios, se atribuía a este
ser divino la redacción del Libro de los Muertos y la creencia, que se extendió
a partir de entonces entre los egipcios, de que las almas de los difuntos
viajaban a un lejano país llamado Amenti, situado al oeste, de donde
resucitarían cuando llegase el momento. ¿Era ese Amenti el país de donde
procedía Toth, una especie de paraíso perdido cuyo recuerdo jamás se borró de
su memoria y hablaba de él a todas horas, con encendidos elogios, a los
habitantes del país que deseaba civilizar?
¿Fueron Toth e Imhotep los únicos
maestros que arribaron a Egipto procedentes del oeste?
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