Este es el lugar exacto en dónde cayó el ovni de Aztec. |
Hace ahora treinta y nueve años, un periodista llamado Frank Scully publicó un libro titulado «Behind the Flying Saucers» (Tras los platillos volantes).
En él, aparte de otros temas relacionados con los ovnis, narraba como
gran primicia, el estrellamiento de uno de estos misteriosos aparatos en
el estado de Nuevo México, no lejos de la ciudad de Aztec, el 25 de
marzo de 1948. Lo hacía sin sensacionalismos, pero con lujo de detalles,
basado en los testimonios de testigos presenciales. En aquellos
momentos todavía las autoridades no habían desarrollado su gran
estrategia para desacreditar el fenómeno ovni y a los que lo
investigasen. Una estrategia que ha durado cuarenta años y que les ha
dado muy buenos resultados, pero que en estos momentos empieza a
desintegrarse estrepitosamente.
Hojeando no hace muchos días en los Estados Unidos una especie de
enquiridión o de «who is who» en la ovnilogía internacional, al
curiosear lo que allí se decía sobre Frank Scully nos encontramos con
que ni tan siquiera ponían su nombre de pila; y el artículo sobre él,
aparecía bajo el título «The Scully Hoax», es decir «el engaño de
Scully».
El Gobierno y, en concreto, las varias agencias de la Fuerza Aérea de la
CIA especialmente dedicadas al hostigamiento y desprestigio de los
ovnílogos más perspicaces y destacados, habían logrado convencer a la
opinión pública y, en concreto, a los editores del libro que yo leía,
que lo que Scully había dicho en su libro era una patraña inventada por
él para hacerse famoso y para ganar dinero.
A Silas Newton y Leo GeBauer no les cupo mejor suerte.
Terminaron
totalmente desprestigiados, fueron llevados a los tribunales en donde
tras un juicio inicuo quedaron semiarruinados y hasta se hizo correr la
voz de que habían obtenido fraudulentamente sus títulos académicos. La
«camorra» gubernamental y castrense es peligrosísima en cualquier país,
cuando el empacho de poder les nubla las mentes, convirtiéndolos en los
principales enemigos de sus pueblos y en la mayor amenaza para la
libertad, la justicia y la auténtica democracia.
Pero, ¡cuan lejos estaba de ser una patraña todo lo que Frank Scully
contaba en su libro! Lo fundamental de su narración era totalmente
auténtico y todavía le faltaban muchos detalles que investigadores
posteriores han ido pacientemente consiguiendo en los cuarenta y un años
que nos separan desde el día de la caída del ovni.
Uno de estos investigadores se llama William S. Steinman que
yendo tenazmente contra el parecer de los ovnílogos más serios de su
país, se decidió a desenmascarar no las mentiras de Frank Scully, que no
existieron, sino las de su Gobierno empeñado en que la verdad no se
supiese. De él hemos tomado la mayor parte de los datos de este
capítulo.
Una de las verdades por él descubiertas, que nos dan la pista para otras
terribles realidades escondidas tras este gran crimen que el Gobierno
de los Estados Unidos ha cometido contra la humanidad, es la sospechosa
muerte de Dorothy Kilgallen.
Esta periodista era la persona que había, inicialmente, alertado a
Scully sobre el incidente de Aztec y la que más sabía sobre él. A lo que
parece poseía ciertas informaciones secretas que pensaba publicar en
forma de libro. Pues bien, Dorothy Kilgallen murió prematuramente, de
una manera inesperada, y cuando sus amigos fueron a recoger los
documentos que ella ciertamente tenía sobre Aztec y otros incidentes
relativos a los ovnis, se encontraron con que ya «alguien» había estado
antes allí y se había llevado todos sus papeles.
Para que el lector vea hasta qué punto las altísimas autoridades de este
mundo nos han estado mintiendo durante cuarenta años, y tratándonos
como niños, le contaré en detalle qué era lo que ellas sabían acerca del
estrellamiento de Aztec y que tan drásticamente trataban de ocultar
para que los pobres borregos que los eligen con sus votos siguiesen
viviendo en el limbo y creyendo que «sus buenos gobernantes» se
preocupaban por su bienestar.
El día 25 de marzo de 1948, tres diferentes radares —uno de ellos
experimental y extraordinariamente potente— detectaron sobre los cielos
del Suroeste de los Estados Unidos un ovni. Al ser alcanzado por sus
ondas dio la impresión de perder el control y comenzó a descender
rápidamente. Los radares lo siguieron y pudieron determinar con una
cierta precisión dónde había caído.
Inmediatamente se desencadenó una frenética actividad radial para
comunicarse con las supremas autoridades del Gobierno y del Ejército. En
pocos minutos se localizó al general Marshall que reunía en sí ambas
cualidades por ser a la sazón secretario-ministro de Estado. Este llamó
al presidente (Truman) y a los altos jefes del Ejército y se pusieron de
acuerdo en que Marshall dirigiese con gran cautela todo lo referente al
rescate del platillo y de sus supervivientes si es que hubiese alguno.
El general de la famosa bienvenida, que ciertamente era un hombre con
una gran capacidad para la organización y el mando, llamó enseguida a su
amigo, el famoso doctor Vannevar Bush, para que escogiese a la
carrera un grupo de científicos en varias ramas que se hiciesen cargo
del examen del platillo caído. Hoy día conocemos los nombres de todos y,
ciertamente, eran personas de gran valía.
Sin embargo,
hay que decir que la mayor parte de ellos y, sobre todo, su jefe en esta
ocasión, el doctor Vannevar Bush, adolecían de una cierta miopía
espiritual que tan frecuente es en personas que se han adentrado mucho
en el estudio de la materia y de las leyes físicas. Esto los lleva a no
tener inconveniente en poner al servicio de la violencia y de sus
profesionales los militares, todos sus conocimientos científicos.
En concreto, el doctor Bush había estado muy envuelto en el desarrollo
de la bomba atómica, del radar para usos militares, de aparatos
magnéticos para submarinos, de detonantes de proximidad, etc. Esto es
una traición a la humanidad y una cerrazón de mente indigna de un hombre
culto. Es el afloramiento refinado de los genes de troglodita que todos
llevamos dentro.
Al mismo tiempo que el doctor Bush organizaba su equipo, un grupo de helicópteros del IPU (Interplanetary Phenomenon Unit)
estacionado en Camp Hale, en el vecino Estado de Colorado, volaba en
círculos sobre el platillo caído sobre una pequeña meseta en un lugar
bastante despoblado. La misión de los del IPU era esperar a que llegase
el equipo de reconocimiento y rescate, indicarle por qué carreteras
secundarias y caminos tenían que llegar para no despertar sospechas, e
impedir que ningún intruso se acercase.
La única
familia de rancheros que vivía a cierta distancia, y que era dueña del
terreno en que había caído el ovni, fue mantenida incomunicada durante
todo el tiempo que duró el rescate y se les amedrentó para que no
hablasen nunca con nadie de lo que allí sucedía. Las amenazas hechas por
aquellos militares debieron ser de tal naturaleza que cuarenta años
después, el viejo H. D. (que todavía vive) no quiere hablar una palabra
sobre ello.
Aparte de esto, por una orden del secretario de Estado, el lugar en que
había caído el ovni le fue confiscado a su dueño, y pasó a ser propiedad
del Estado que puso una cerca con prohibición absoluta de que nadie
penetrase en el lugar.
Los militares y el MJ-12 habían tomado muy buena nota de todos los problemas que habían tenido con la prensa y con los curiosos tras el incidente de Roswell,
un año antes, cuando a duras penas y sólo a base de mentir mucho,
habían logrado apagar las noticias que habían comenzado a circular sobre
el ovni caído. En Aztec no tuvieron ninguno de esos problemas debido a
las muchas medidas de seguridad que se tomaron desde un principio.
A las pocas horas —contrario a Roswell, en donde transcurrieron días
hasta que un ranchero descubrió los restos por casualidad— ya estaban en
el lugar tres gran-des camiones con toda clase de material de rescate y
el grupo de científicos, todos perfectamente adoctrinados y sabiendo
muy bien, cada uno de ellas, cuál era su misión.
Lo primero que hicieron fue comprobar si había radioactividad en los
contornos o en el mismo aparato, que yacía un poco inclinado, pero
íntegro en su estructura. Al convencerse que no emitía ninguna radiación
peligrosa, se atrevieron a acercarse y comenzaron un minucioso análisis
de la cubierta exterior.
Les llamó la atención que el aparato, un disco muy achatado de unos 30
metros de diámetro, daba la impresión de ser de una sola pieza sin
uniones de ningún tipo. Tenía a su alrededor varias ventanillas de un
material diferente, que si bien también parecía metálico, sin embargo,
era transparente. Los científicos observaron atentamente a través de las
ventanillas. En el salón principal, en el que había varios paneles con
botones y especie de relojes, se distinguían perfectamente los cuerpos
de dos seres muertos, inclinados sobre los paneles y aparentemente
chamuscados o tostados aunque sin humo por ningún lado. Daba la
impresión de que la temperatura había subido repentinamente en pocos
segundos y los había abrasado.
Ante la imposibilidad de penetrar por puerta alguna en la nave y ante la
impotencia de los aparatos de soldadura o de perforación para taladrar
en lo más mínimo la cubierta metálica, uno de los científicos, más
pragmático, probó con un mazo de hierro a golpear una de la ventanillas.
Tras haber presentado una fuerte resistencia, la ventanilla fue
cediendo hasta que, por fin, se logró abrir un hueco en ella.
Entre tanto, los otros científicos habían seguido pensando en cómo
lograr acceso al interior y observando minuciosamente por las otras
ventanillas todos los aparatos de mando que había en las consolas. Uno
de ellos observó en una de las paredes un botón que parecía el control
para abrir alguna puerta. Hicieron un palo largo con una rama de los
pinos que rodeaban al aparato, la afilaron y, cuidadosamente, la
introdujeron hasta presionar el botón.
Como por arte de magia una puerta se abrió deslizándose hacia abajo en
la pared de la cabina. Hubo un momento de sobresalto, pero superada la
sorpresa y llenos todos de una viva emoción, fueron entrando con cautela
en el interior del aparato, teniendo cada uno en mente su tarea de
acuerdo con su especialidad.
El doctor Detlev Wulf Bronk, por ejemplo, fisiólogo y biofísico
muy conocido entre los medios científicos, no sólo en los Estados Unidos
sino en todas las Universidades del mundo, miembro del Consejo Nacional
de Investigación, consejero médico de la Comisión de Energía Atómica,
coordinador de Investigación de la Oficina de Cirujanos de la Fuerza
Aérea y director del Instituto de Neurocirugía, entre otros títulos, se
dirigió enseguida a los cadáveres para examinarlos «in situ».
Posteriormente mandó sacarlos del aparato y ordenó que trajesen el
equipo criogénico necesario para conservarlos.
Los doctores Berkner, Heiland y Hunsakeer, de
acuerdo a sus especialidades, se centraron, sobre todo, en los paneles
de mando y en los pequeños cajones que estaban incrustados en la pared,
en donde radicaba todo el secreto de la energía propulsora del aparato.
Lo primero que les llamó la atención fue cómo en tan poco espacio y sin
un motor aparente por ningún lado aquella gran máquina podía moverse con
tanta manio-brabilidad, Inmediatamente llegaron a la conclusión de que
su sistema de propulsión era debido a algún tipo de electromagnetismo y
no tenía nada que ver con nuestros cohetes.
En las paredes podía verse un tipo de escritura parecida a la que ya se
había encontrado en otros ovnis caídos, y no sólo eso, sino que otros
signos se encendían y apagaban rítmicamente y se podía oír un «bip bip»
que indicaba a las claras que todo aquel complejo instrumental todavía
estaba funcionando.
Alguien logró abrir una pequeña puerta que daba a una cámara interior;
una especie de dormitorio en donde los científicos se llevaron otra
tremenda sorpresa. Tirados por el suelo y echados encima de una especie
de literas que salían de la pared estaban los cadáveres de 12 pequeños
seres, de escasamente 1,20 metros de estatura, con la piel achicharrada
igual que los de los paneles de mando.
El doctor Bronk
mandó sacarlos enseguida y colocarlos en el suelo fuera de la nave,
donde los cubrieron de hielo seco, hasta que fueron trasladados a Los
Alamos.
El problema con que ahora se encontraban era cómo transportar aquella
mole de 30 metros de diámetro, una vez que todos los instrumentos
probados para dividirla en partes habían fracasado. Las sierras y
taladros de diamante y los aceros más sofisticados con que contaba la
ciencia se quedaban romos a los pocos segundos.
Un científico más tenaz que los demás encontró la solución. Buscando
minuciosamente por la parte interior de la nave descubrió unas discretas
llaves que se repetían a distancias fijas. Abrió una de ellas y notó
que aparecía una especie de ranura que se continuaba hasta el fondo de
la pared de la cabina. Aquello resultó ser el secreto para el
desmantelamiento de la nave. Accionando todas las llaves, el platillo se
desmembró en gajos como si fuese una naranja. Con todo cuidado fue
cargado en grandes camiones y trasladado provisionalmente a la base de
Los Alamos, donde fue ensamblado de nuevo y en donde estuvo por algo más
de un año.
El viaje duró una semana, pues evitaron pasar por lugares poblados, por
lo que muchas veces tuvieron que improvisar puentes, avanzar a campo
través, abrir caminos nuevos y cerrar el tráfico por horas en carreteras
muy transitadas.
A la hora de irse, el doctor Bush tuvo mucho cuidado de borrar todo
resto de evidencia de lo que allí había pasado. Dio orden de limpiar por
completo el área, borrando todo resto de aceite o grasa y no dejando ni
un tornillo ni la huella de una rueda. Sin embargo, no pudo volver a su
estado inicial, los pinos y arbustos que habían sido aplastados por el
peso del ovni, y por si acaso, rodeó toda el área con una fuerte tela
metálica con el consabido letrero: «No trespassing. Federal property»,
que tanto respeto les infunde a los norteamericanos.
Estos, muy resumidos, fueron los hechos, tomados del voluminoso libro (625 páginas) de William S. Steinman «UFO crash at Aztec»
tras cuya lectura no queda una sola duda de que estamos ante un hecho
completamente verídico y de una importancia para el género humano muy
superior a las payasadas que los grandes medios de comunicación nos
presentan diariamente y a las mentiras consuetudinarias que los
políticos nos cuentan con cara tan seria.
Lo pasmoso es que, como el lector podrá ver posteriormente, ha habido
más de 30 «Aztecs» conocidos, y otros tantos que los paranoicos que
rigen las naciones nos han logrado escamotear.
Y si sólo se tratase de escamoteo de la verdad... Pero lo peor es que
estos maníacos del poder, que se creen dueños y señores de las
conciencias y que tratan a los humanos como borregos o como niños de
teta, no dudan en recurrir a los medios más violentos para evitar que
«la plebe» conozca toda la verdad. Sólo ellos aman a este planeta, y
sólo ellos saben cómo reaccionar ante situaciones extraordinarias como
éstas; los demás, los que estúpidamente los elegimos y los que les
pagamos sus continuos banquetes y su buena vida, y los que
involuntariamente contribuimos para que los militares tengan armas con
las que divertirse, no somos más que animales de granja.
Ya conoce el lector lo que le pasó a la periodista Dorothy Kilgallen que fue la que instigó a Frank Scully y a otras personas para que investigasen el estrellamiento de Aztec.
El lector sabe también, aunque a medias, lo que les pasó al doctor Silas Newton y al doctor GeBauer,
que alentaron a Scully y difundieron en conferencias y en
conversaciones privadas con personajes del mundo científico la verdad
sobre Aztec.
Ambos acabaron condenados por un tribunal vendido a misteriosos
intereses, que no eran otros que los supremos poderes de la nación,
civiles y militares. Farisaicamente, la causa real por la que eran
enjuiciados —el descubrimiento de lo sucedido en Aztec— no se mencionó
en ningún momento, en todo su largo juicio y los corruptos jueces
tuvieron que valerse de tiquismiquis legales para poder condenarlos.
Pero el lector no sabe lo que le pasó al doctor George C. Tyler y al fotógrafo Von Poppen, que estuvieron también muy relacionados con el estrellamiento de Aztec y que se fueron algo de la lengua.
Nicholas Von Poppen fue contratado por el científico Eric H. Wang,
especialista en metalurgia, para que le hiciese cierto tipo de
fotografías muy técnicas de la cubierta del ovni, en las que Von Poppen
era experto. Von Poppen hizo su trabajo a la perfección y, estando ya
allí, recibió la orden de fotografiar todo lo que había en el platillo,
incluidos los tripulantes muertos.
En total hizo más de 200 fotos de las que guardó algunas copias.
Al igual que todos los demás que intervinieron en la operación, recibió
los consabidos avisos de que todo lo que allí viese tenía que guardarlo
en absoluto secreto, cosa que Von Poppen hizo a lo largo de toda su
vida... excepto con su amigo el doctor George C. Tyler.
A éste le contó en secreto todo lo que había visto dentro del platillo, y
por él sabemos otros detalles. Por ejemplo le dijo que,
«había 15 maquinitas muy bellamente soldadas al piso que parecían pequeñas computadoras; que únicamente le habían prohibido fotografiar la parte central del panel donde había unos cables de cobre a su alrededor».
Le dijo también
que el que parecía el jefe de todos tenía mayor estatura, aunque
también era más bajo que un ser humano, y que todos ellos tenían una
piel pálida «como si procediesen de un país con mucho frío y con poco
aire».
El doctor Tyler no fue capaz de contenerse y fácilmente hablaba de ello,
aunque lo hiciese en secreto, con mucha gente. Pues bien, tanto Von
Poppen como Tyler murieron inesperadamente en circunstancias muy
extrañas.
George C. Tyler apareció tirado en el suelo de su habitación
inconsciente y con señales de haber sostenido una fiera lucha con
alguien, pues los muebles estaban todos en desorden. Llevado al hospital
y sin haber recobrado el conocimiento, falleció; pero mientras estaba
allí, se presentó en su casa un individuo trajeado y con los ademanes y
vestimenta típicos de un «hombre de negro». Cuando la casera volvió a la
habitación encontró que aquel individuo había revuelto todos los
papeles de Tyler, según parece con el deseo de encontrar rápidamente
algo que buscaba.
La muerte de Von Poppen, aunque sucedida años después, fue muy semejante
a la de su amigo. Los vecinos oyeron el estrépito de una lucha en el
departamento de Von Poppen. Cuando llegaron lo encontraron también
inconsciente en el suelo. Fue llevado al hospital y allí murió, pero
mientras estaba allí, unas extrañas personas, que se identificaron
falsamente, visitaron su habitación y salieron llevándose unos grandes
sobres amarillos en los que Von Poppen guardaba copias de las fotos que
había sacado del estrellamiento en Aztec.
Fuente: http://veritas-boss.blogspot.com.es.